Tinto

Viajé en el tiempo y me quedo en un recuerdo, impávido, como si yo estuviera allí mismo, en este instante. No es uno claro, específico. Es una sensación.

Mientras estoy trabajando y tomando tinto en Bogotá, cierro los ojos y viajo. Tengo menos de un tercio de los años que tengo ahora, y él me sujeta la mano. No ha amanecido. No es uno claro, específico. Es una sensación. . Tengo sueño. Huele a mierda de vaca, a corral y a sudor aunque apenas son las 5 de la mañana. Estoy en pijama y nada puede salir mal. 

Me acordé de mi papá. De sus madrugadas en el baño, de la cocina a oscuras mientras él se servía un tinto, y de cómo algunas veces intentaba darme café con leche, aunque a mí nunca me hubiera gustado -hasta ahora- realmente. De la mesa de madera del comedor y su particular olor, las vigas desnudas del techo y el mueble del televisor que alguna vez me educó con Señal Colombia. Del ventilador blanco que giraba con las telarañas puestas. Del olor del tinto al amanecer y sus camisas de cuadros grandes y pequeños.

No sé cómo llegué a este lugar donde estoy, a un periódico, mientras esa niña de 7 años usa botas pantaneras y pide que le sirvan leche caliente directamente de la teta de la vaca al desayuno en mi mente. Madruga como un reloj  y entrada la noche pide bocadillo con leche y lucha contra su temor irracional -ya perdido- a la oscuridad.

Deja de sonar la canción, el tinto se enfría y yo sigo escribiendo para el periódico. Tengo 21 años. Y él sigue aquí.