Conversaciones imaginarias conmigo misma

Si pudiera viajar al pasado, siempre me diría que todo estará bien. Que ese terrible examen es algo insignificante y tengo las habilidades para hacerlo. Que aquella vez que resbalé en el corral por correr con las botas de caucho no me lastimaría tanto como imaginaba. Que tal vez los renacuajos que recogía en los charchos jamás llegarían a ser sapos o ranas, y que la vida era tal y como yo no me la imaginaba cuando era pequeña.

Me perseguiría mientas cabalgo y me sujetaría menos a la silla de la yegua morena que siempre me llevaba a los potreros. Me abrazaría en las noches de consuelo para decirme que todo pasaría, que todo es un lejano recuerdo de esos momentos. Me diría que el perro que regaló mi mamá nunca volvería y hasta hoy no he vuelto a tener mascota alguna. Me recordaría que no todo lo que pienso que cuenta importa. Que nunca olvidaría el sabor de la leche, de la aguapanela con limón, los colores del amanecer y del campo con niebla. 

Me apretaría fuerte contra el pecho, porque sé que me gustará a mí, la del pasado, que yo, la del futuro, me haga eso. También le contaría que aún tengo botas de caucho, aunque no tienen flores o dibujos. Me confesaría que miro las estrellas y recuerdo los días de las velitas. Que extraño el sabor y el olor de la melaza, y en el fondo, el del corral, de las vacas, los cerdos y los caballos. Me preguntaría qué pensaba cuando salía en bicicleta al horizonte, porque esta yo no lo recuerda.  

Hablaríamos por horas, jugaríamos Barbies juntas, correríamos, haríamos obras de teatro con palitos de paleta y papeles con caras dibujadas. Cantaríamos en la ducha y bailaríamos con la música a todo volumen. Desayunaríamos cereal y nos cortaríamos el capul juntas aunque yo no confiaría mucho en mí por experiencias previas con las muñecas. Veríamos películas y escucharíamos Betty La Fea por radio. Madrugaríamos para que el ruido no nos despertara después y saldríamos a explorar. 

Nos bañaríamos a medio día para huir del calor. Saludaríamos a la vaca que llevaba nuestro nombre y acariciaríamos a los caballos en la cara, la crin y la piel sudorosa. Oleríamos el resultado de la fricción entre la silla y la piel del caballo. Caminaríamos como vaqueras por cabalgar durante horas y en la noche, usaríamos pijama corta y dormiríamos con temor a que alguien nos tocara los pies. 

Y siempre, siempre, me diría que aún lo extraño. Y que todo va a estar bien.