Son ciento cincuenta días desde que te conocí.
Después del tiempo, después de las palabras que hoy son eco,
que retumban en la distancia y se desvanecen
vuelvo a estar sola.

Jamás pensé escribirte tanto, tan seguido y tan profundamente como lo he hecho y sin embargo, me hace feliz contarte cosas que jamás llegarán a ti. 

Te agradezco por mostrarme mis oscuridades y esplendores, desconocidos hasta el día en el que los navegamos. De los celos, del amor (in)finito y consciente, del no amor, de los besos contados y de la incertidumbre de las partes. De los ojos azules, la receta perfecta para hacer té, los ventanales con sol y el aprecio a la desnudez. De las pasiones, de los futuros inciertos y de las cabañas en el bosque. Del futuro inventado. De tu cojera, tu llanto, tus dedos machacados, tus costillas rotas, tus círculos cuadrados, tus achaques y tus preocupaciones. De la casa que jamás compramos y de la pareja que nunca fuimos. De la semántica agobiante. De las noches que compartimos cama y sudamos sin tocarnos o de aquellas en las que nos sosteníamos tan cerca que parecía que no nos dejaríamos ir jamás. De las canciones compartidas y las intimidades guardadas. Del miedo a las manos juntas y a las palabras con significados distintos. De los pasados nefastos, de los tifones de alcohol y de los calmos ojos de tormenta. De las islas paradisíacas llamadas fin de semana y de los infiernos llamados "encuentro". De las flores falsas, los cinturones de cuero y los botones de la camisa. De las políticas ineficientes, los árabes obstinados, el trabajo lento y los compañeros ambivalentes. Del llanto desconsolado y ahora olvidado, de los reclamos y las disculpas incondicionales. De mis incondicionales. De la imposibilidad de tomarnos el mundo juntos y de la soledad que buscamos, interrumpida por la presencia del otro. De las risas, las lenguas juntas, el piso y el amor. Del amor del que nunca hablamos y que probablemente nunca existió o existirá. 

De despedidas como estas, en las que te dejo ir para siempre.